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Opinión

  • Sin duda, el descenso del 1 de mayo de 1983 fue el más duro vivido por la UD Las Palmas y uno de los momentos con mayor desencanto de la historia de nuestro deporte. Rompía la magia de 19 años ininterrumpidos en Primera División; se producía además en la isla, en la última jornada y en los últimos minutos de aquel calendario. La derrota ante el Athletic 1-5, que dejaba campeón a los de Javier Clemente, llegó en medio de una confusión en el Estadio Insular, pendientes del Real Madrid en su paso por Valencia. Incluso algunos jugadores amarillos del partido llegaron a celebrar un empate imaginario de los blancos en Mestalla, incapaces también de remontar el gol de Tendillo. Las Palmas perdía por tercera vez la máxima categoría y Gran Canaria, Canarias entera en realidad, se bañaba en lágrimas.

    Aquel soleado domingo acabó con un impactante silencio en la ciudad. Casi no hubo protestas. Apenas 24 horas después estábamos en la redacción de La Provincia sin comprender todavía qué había pasado en realidad. El maestro Antonio Lemus entró por aquella puerta el lunes, dispuesto a hacer su trabajo. Todos le preguntaban: "¿Y ahora qué?". No había venido ese día con su habitual guayabera. Lucía el traje de los desplazamientos, arreglado él hasta el bigote. Y, cigarrillo en mano, empezó a recordar los buenos días vividos durante aquella majestuosa etapa del deporte en Canarias, con la UD Las Palmas codeándose entre los grandes, tuteándoles y a veces arrebatándoles el protagonismo. Rescató algunos pasajes felices, y por supuesto analizó el dramático final que aún estaba iniciando a digerirse. Y en privado acabó diciéndonos: "¡Arriba esos corazones!". Esa misma frase la utilizaría minutos después cuando vinieron hasta su despacho unos compañeros de Televisión Española en Canarias para grabar el mensaje del experimentado periodista. Encontraron allí la primera palabra de optimismo en medio de un duelo popular.

    Aquello ocurrió hace más de tres décadas. Desconocíamos todos qué iba a pasar desde entonces; las alegrías que nos iba a brindar este mismo equipo que transmite el gen del caos apocalíptico y de la gloria bacanal. De las dos se alimenta su hinchada, la leal, en ese tobogán eterno en el que está montada desde que decidieron la fundación en 1949.

    Hoy, como hace 35 años, Las Palmas está en el mismo punto. Un descenso tiene ese deseo natural propio del divorcio, de romper todo lo que encuentra a su paso, destruir los buenos momentos y enmarcar los de sufrimiento. Este nuevo fracaso deportivo, sin embargo, no es el fin de los días pero debería destruir los errores cometidos, que fueron muchos desde marzo de 2017. Le toca a los profesionales y a los responsables del club dar el primer paso: la admisión del mal cálculo y de las decisiones equivocadas. Y empezar la reconstrucción rescatando los peldaños correctos, volviendo atrás si procede hasta los principios que fundaron la entidad y asumir que ahora ya no toca look de etiqueta sino del casco de un combate distinto, que bien conocen ...

    Porque Las Palmas ha estado en Primera División por un cúmulo de decisiones acertadas; de igual forma que ahora pierde la categoría por lo contrario. En ambos escenarios están idénticos protagonistas y otros han cambiado. La herida está abierta pero el fútbol, y en especial esta Unión Deportiva, tiene un don: Siempre renace de las cenizas.

    En los próximos días o semanas debe comenzar, sin duda, a darse conocer cómo es el siguiente paso. Ese reinicio, aún con cuatro jornadas para el final, debe estar dirigido al aficionado, para que recupere la ilusión en base a un trabajo, al compromiso y, cómo no, a resultados. Sólo los enemigos de la UD Las Palmas temen que algún día regrese entre los grandes. Pero, como tras 1983, volverá a ocurrir con la posibilidad de hacerlo más fuerte si es capaz de aprender de errores propios.

    A pesar del dolor y de la frustración, permítannos hoy emular a nuestro mentor. Y en este día en que el cielo sigue llorando en Gran Canaria, lancemos ese primer mensaje: "¡Arriba esos corazones!".